El amor que sobrevive
Cuando alguien que amamos muere, no duele solo su ausencia.
Duele seguir aquí.
La vida continúa, pero algo dentro queda detenido,
como si el tiempo se negara a avanzar sin esa presencia.
En medio de ese silencio, surge una pregunta imposible:
¿Por qué quien amo y no yo?
Tal vez la respuesta esté ahí mismo, escondida entre el dolor y la ternura.
Quizá somos nosotros quienes cargamos con esta parte del camino
para que quien amamos no tuviera que hacerlo.
Quizá la vida, en su misterioso equilibrio,
nos confió el papel más duro: el de quedarnos.
Pensarlo así no borra la tristeza,
pero le da un sentido.
Convierte la pérdida en un acto silencioso de amor.
Porque seguir viviendo no es un castigo,
es la forma más humana de cuidar desde la distancia.
El duelo no desaparece, pero cambia de forma.
Deja de ser una herida abierta para convertirse en una cicatriz que enseña.
Aprendemos a convivir con la ausencia,
a recordarlo sin que el pecho se rompa cada vez.
Vivir bien no es olvidar.
Es cuidar su memoria mientras tú sigues andando.
Es hablarle de vez en cuando,
mantener sus gestos, reírte con sus recuerdos.
Y entender que eso también es amor.
Cuando comprendes que, de algún modo,
has aliviado el sufrimiento de quien se fue,
el dolor se vuelve más leve.
No porque deje de doler,
sino porque ya no duele sin sentido.
A veces amar es eso:
cargar con el dolor
para que nadie más tenga que hacerlo.