En el corazón sí se manda

Durante años nos han repetido una frase que suena bonita, casi poética: en el corazón no se manda.

Pero si la miras bien, es una trampa. Detrás de esa idea se esconde una forma de lavarse las manos, de justificar decisiones, impulsos o dependencias emocionales. Como si lo que sentimos no tuviera nada que ver con nosotros.

La realidad es que el corazón, literalmente, solo bombea sangre. Lo que llamamos “sentir” ocurre en el cerebro, ese órgano que traduce química en emoción. Es cierto que cuando sufrimos un duelo o un desamor, notamos el dolor en el pecho. Pero eso pasa porque el cuerpo entero reacciona, no porque el corazón sienta. El cuerpo es escenario, no director.

Esa frase —en el corazón no se manda— nació del romanticismo, y como casi todo lo que se endulza demasiado, termina haciendo daño. Porque idealiza el amor, lo vuelve algo inevitable, mágico, ajeno a la voluntad. Y con eso nos quita poder. Nos deja en manos de la suerte o de otro.

La verdad es que sí se manda. No sobre lo que aparece —porque los sentimientos llegan sin pedir permiso—, pero sí sobre lo que hacemos con ellos.
Ahí entra la madurez: reconocer lo que sientes, pero también decidir cómo responder. Amar no te obliga a quedarte. Sentir no te obliga a sufrir.

Y si lo piensas, una persona no es su nombre, ni sus pensamientos, ni su emoción del momento.
Una persona es quien observa todo eso. Esa conciencia que mira lo que pasa dentro sin perderse en ello.
Desde ahí se manda: no controlando el amor, sino el rumbo.

Ser responsable no significa ser frío; significa no hacerse el ciego. Porque el dolor que evitamos hoy, por no asumir lo que toca, suele multiplicarse mañana.
Y al final, todo se resume en algo más simple de lo que parece:

Si te quieres, te quieren.

Si te dejas, te dejan.